la
imagen aparece en nuestra escritura como una cámara de fotografiar con
palabras, o dibujar o pintar con palabras
las
palabras son esa nave para tele transportarse en el espacio y el tiempo para
que al leer VEAMOS lo que el otro vio –en
la realidad o en su imaginación o en una mezcla de las dos-
el
imago que está en el origen, en la
etimología de la palabra imagen significa retrato y también copia y también imitación
cuando
la imagen es con palabras es una imitación por transporte, que traducimos en
nuestra mente
la
frase una ventana con el marco de color amarillo y una cortina roja
ya nos
hizo ver a cada uno una versión de esa ventana
como ya
veremos la imagen puede tener ingredientes que transmiten cómo podemos re armar
esa realidad
vuelvo
al ejemplo con agregados
una
ventana luminosa con marco de color amarillo y una cortina roja
nos
hace ver algo distinto
que
una
ventana antigua y abandonada con su marco de color amarillo y una cortina roja
nos
hace ver
pero y
es una característica de la escritura
literaria
nos
hace sentir
la
imagen se hace triste o se hace alegre
La idea de imagen poética nos lleva hacia una nueva forma de
concebir lo que se experimenta como imagen. En la poesía, la imagen deja de
representar un objeto conceptual para sobrepasarlo y ser un objeto nuevo que va
más allá de la idea que ya teníamos de él. Esto quiere decir que las mismas
palabras que usamos siempre abandonan los sentidos cotidianos. Son capaces de
mostrar cosas nuevas, nunca antes sentidas.
la imagen muestra, pero no explica
tomado de por ahí, es asombro:
Frecuentemente, la asociamos con el sentido
de la vista, pero lo cierto es que, al escribir un poema, la imagen puede
experimentarse con todos los sentidos. ¿Cómo es posible, si no, que la palabra
pueda emocionarnos a partir de una imagen que no vemos con los ojos?
En este centrarnos en la imagen podemos
también hacer una reflexión sobre la lectura: leer es mirar
en un primer plano el más sencillo pero
como lo hacemos automáticamente no lo pensamos: leer es mirar una página o
papel o pantalla que tenga dibujados estos signos que son las letras y que se
agrupan en palabras
el texto en sí es una imagen –como ya
veremos otro día también hablando de poesía visual y poesía concreta y
caligramas
se dice que en poesía:
La aprehensión de todas estas notas
dispersas y contradictorias no es obstáculo para que, en el mismo acto, se nos
dé el significado de la silla: el ser un mueble, un utensilio. Pero si queremos
describir nuestra percepción de la silla, tendremos que ir con tiento y por
panes: primero, su forma, luego su color y así sucesivamente hasta llegar al
significado. En el curso del proceso descriptivo se ha ido perdiendo poco a
poco la totalidad del objeto. Al principio la silla sólo fue forma, más tarde
cierta clase de madera y finalmente puro significado abstracto: la silla es un
objeto que sirve para sentarse. En el poema la silla es una presencia
instantánea y total, que hiere de golpe nuestra atención. El poeta no describe
la silla: nos la pone enfrente. Como en el momento de la percepción, la silla
se nos da con todas sus contrarias cualidades y, en la cúspide, el significado.
Así, la imagen reproduce el momento de la percepción y constriñe al lector a
suscitar dentro de sí al objeto un día percibido. El verso, la frase—ritmo,
evoca, resucita, despierta, recrea. O como decía Machado: no representa, sino
presenta. Recrea, revive nuestra experiencia de lo real. No vale la pena
señalar que esas resurrecciones no son sólo las de nuestra experiencia
cotidiana, sino las de nuestra vida más oscura y remota.
El poema nos hace recordar lo que hemos
olvidado: lo que somos realmente.
La silla es muchas cosas a la vez: sirve
para sentarse, pero también puede tener otros usos. Y otro tanto ocurre con las
palabras. Apenas reconquistan su plenitud, readquieren sus perdidos
significados y valores. La ambigüedad de la imagen no es distinta a la de la
realidad, tal como la aprehendemos en el momento de la percepción: inmediata,
contradictoria, plural y, no obstante, dueña de un recóndito sentido. Por obra
de la imagen se produce la instantánea reconciliación entre el nombre y el
objeto, entre la representación y la realidad. Por tanto, el acuerdo entre el
sujeto y el objeto se da con cierta plenitud. Ese acuerdo sería imposible si el
poeta no usase del lenguaje y si ese lenguaje, por virtud de la imagen, no
recobrase su riqueza original. Mas esta vuelta de las palabras a su naturaleza
primera —es decir, a su pluralidad de significados— no es sino el primer acto
de la operación poética. Aún no hemos asido del todo el sentido de la imagen
poética.
Así, la
imagen es un recurso desesperado contra el silencio que nos invade cada vez que
intentamos expresar la terrible experiencia de lo que nos rodea y de nosotros
mismos. El poema es lenguaje en tensión: en extremo de ser y en ser hasta el
extremo. Extremos de la palabra y palabras extremas, vueltas sobre sus propias
entrañas, mostrando el reverso del habla: el silencio y la no significación.
Más acá de la imagen, yace el mundo del idioma, de las explicaciones y de la
historia. Más allá, se abren las puertas de lo real: significación y
no—significación se vuelven términos equivalentes. Tal es el sentido último de
la imagen: ella misma.
Algunos
ejemplos de imagen poética:
Como
una niña de tiza rosada en un muro muy viejo súbitamente
borrada por la lluvia.
//
los pájaros
dibujan en mis ojos
pequeñas
jaulas
Alejandra
Pizarnik
libro: Entre
la imagen y la palabra
Yo quiero que el viento se quede sin valles. Quiero que la
noche se quede sin ojos, y mi corazón sin la flor de oro. (Federico
García Lorca)
Es entonces cuando el cielo y yo conversamos
con libertad, y así seré útil cuando al fin me tienda: entonces los árboles
podrán tocarme por una vez, y las flores tendrán tiempo para mí. (Sylvia Plath)
Tomamos de por ahí un intento de clasificación de las imágenes en relación a
los sentidos:
Imágenes
visuales: Ayudan
a crear una escena visual al lector. Ej.: “El tiempo dentro de una botella / a
la deriva / en el centro de un océano sin nombre”.
Imágenes
auditivas: Ayudan
a crear sensaciones de sonidos en el lector: Ej.: “¿Cruje el paso del fantasma
/ aunque ya no tenga un cuerpo / o apenas se escucha el viento / de la tierra
que arrastra?”.
Imágenes
olfativas: Igual
que lo anterior, pero con el sentido del olfato. Ej.: “El viento trae el olor
del orégano / la certeza / de esta casa vacía”.
Imágenes
táctiles: Sobre
el sentido del tacto. Ello involucra la sensación de calor, frío, suavidad,
dureza, sequedad, humedad, etc. Ej.: “Dormir rodeado de alfombras / de pieles /
de telas suaves / ungido en aceites naturales / Despertar igual de reseco /
como corteza expuesta al sol”.
Imágenes
gustativas: Se
refiere la descripción de sabores. Ej.: “Puedo decir que probé tu boca de
manzana / y de ello me quedó el amargor de la naranja”.
Imágenes
orgánicas: Tratan
sobre las sensaciones que nos producen nuestros órganos vitales, como el
hambre, la sed, el dolor, la fatiga, el sueño, etc. Ej.: “Se me hunde el
estómago / en un naufragio sin rescate / en el vacío de un hambre ancestral”.
Imágenes
cinestésicas: Según
los distintos especialistas, una imagen cinestésica puede ser la que se ocupa
de las sensaciones de movimiento (“Detenido / sin respirar / viajo junto al
planeta / junto al sistema solar / No puedo hacer huelga de movimiento”), o de
las sensaciones externas al autor (“el triste viento pronto despertó / arrancó
las copas de los olmos por despecho”), o de la mezcla de más de un sentido
(“Mirar tus ruidos al pasar / respirar los colores de tu amargura”).
En narrativa
la imagen puede cumplir esa misma
función simbólica.
Pero también
lógicamente un rol en la descripción –que ya trabajaremos-
y también
puede ser una manera de contar, como una sucesión de fotografías
1-Ana
sentada en el escalón de la calle
2- Carlos en
el auto por una calle vacía
3- Ana y
Carlos en el auto, escapan de la ciudad
Son
secuencias en las que las imágenes pueden dar un clima, un contexto, un marco
sentimental y también un ritmo o una velocidad de las cosas
Pensemos la
lectura de este fragmento en clave de pensar atención a las imágenes:
“—Daniel, lo
que vas a ver hoy no se lo puedes contar a nadie. Ni a tu amigo Tomás. A Un
hombrecillo con rasgos de ave rapaz y cabellera plateada nos abrió la puerta.
Su mirada aguileña se posó en mí, impenetrable. —Buenos días, Isaac. Este es mi
hijo Daniel —anunció mi padre—. Pronto cumplirá once años, y algún día él se
hará cargo de la tienda. Ya tiene edad de conocer este lugar. El tal Isaac nos
invitó a pasar con un leve asentimiento. Una penumbra azulada lo cubría todo,
insinuando apenas trazos de una escalinata de mármol y una galería de frescos
poblados con figuras de ángeles y criaturas fabulosas. Seguimos al guardián a
través de aquel corredor palaciego y llegamos a una gran sala circular donde
una auténtica basílica de tinieblas yacía bajo una cúpula acuchillada por haces
de luz que pendían desde lo alto. Un laberinto de corredores y estanterías
repletas de libros ascendía desde la base hasta la cúspide, dibujando una
colmena tramada de túneles, escalinatas, plataformas y puentes que dejaban
adivinar una gigantesca biblioteca de geometría imposible. Miré a mi padre,
boquiabierto. Él me sonrió, guiñándome el ojo. —Daniel, bienvenido al
Cementerio de los Libros Olvidados. Salpicando los pasillos y plataformas de la
biblioteca se perfilaban una docena de figuras. Algunas de ellas se volvieron a
saludar desde lejos, y reconocí los rostros de diversos colegas de mi padre en
el gremio de libreros de viejo. A mis ojos de diez años, aquellos individuos
aparecían como una cofradía secreta de alquimistas conspirando a espaldas del
mundo. Mi padre se arrodilló junto a mí y, sosteniéndome la mirada, me habló
con esa voz leve de las promesas y las confidencias. —Este lugar es un
misterio, Daniel, un santuario. Cada libro, cada tomo que ves, tiene alma. El
alma de quien lo escribió, y el alma de quienes lo leyeron y vivieron y soñaron
con él. Cada vez que un libro cambia de manos, cada vez que alguien desliza la
mirada por sus páginas, su espíritu crece y se hace fuerte. Hace ya muchos
años, cuando mi padre me trajo por primera vez aquí, este lugar ya era viejo.
Quizá tan viejo como la misma ciudad. Nadie sabe a ciencia cierta desde cuándo
existe, o quiénes lo crearon. Te diré lo que mi padre me dijo a mí. Cuando una
biblioteca desaparece, cuando una librería cierra sus puertas, cuando un libro
se pierde en el olvido, los que conocemos este lugar, los guardianes, nos
aseguramos de que llegue aquí. En este lugar, los libros que ya nadie recuerda,
los libros que se han perdido en el tiempo, viven para siempre, esperando
llegar algún día a las manos de un nuevo lector, de un nuevo espíritu. En la
tienda nosotros los vendemos y los compramos, pero en realidad los libros no
tienen dueño. Cada libro que ves aquí ha sido el mejor amigo de alguien. Ahora
solo nos tienen a nosotros, Daniel. ¿Crees que vas a poder guardar este
secreto? Mi mirada se perdió en la inmensidad de aquel lugar, en su luz
encantada. Asentí y mi padre sonrió. —¿Y sabes lo mejor? —preguntó. Negué en
silencio. —La costumbre es que la primera vez que alguien visita este lugar tiene
que escoger un libro, el que prefiera, y adoptarlo, asegurándose de que nunca
desaparezca, de que siempre permanezca vivo. Es una promesa muy importante. De
por vida —explicó mi padre—. Hoy es tu turno. Por espacio de casi media hora
deambulé entre los entresijos de aquel laberinto que olía a papel viejo, a
polvo y a magia. Dejé que mi mano rozase las avenidas de lomos expuestos,
tentando mi elección. Atisbé, entre los títulos desdibujados por el tiempo,
palabras en lenguas que reconocía y decenas de otras que era incapaz de
catalogar. Recorrí pasillos y galerías en espiral pobladas por cientos, miles
de tomos que parecían saber más acerca de mí que yo de ellos. Al poco, me
asaltó la idea de que tras la cubierta de cada uno de aquellos libros se abría
un universo infinito por explorar y de que, más allá de aquellos muros, el
mundo dejaba pasar la vida en tardes de fútbol y seriales de radio, satisfecho
con ver hasta allí donde alcanza su ombligo y poco más. Quizá fue aquel
pensamiento, quizá el azar o su pariente de gala, el destino, pero en aquel
mismo instante supe que ya había elegido el libro que iba a adoptar. O quizá
debiera decir el libro que me iba a adoptar a mí. Se asomaba tímidamente en el
extremo de una estantería, encuadernado en piel de color vino y susurrando su
título en letras doradas que ardían a la luz que destilaba la cúpula desde lo
alto. Me acerqué hasta él y acaricié las palabras con la yema de los dedos,
leyendo en silencio.”
De El
cementerio de los libros olvidados, de Carlos Luis Zafón
En ocasiones,
volviendo a la poesía, la potencia del poema está en la enumeración de
imágenes:
¿Qué has visto hijo mío
de los ojos azules?
¿Qué has visto mi pequeño
querido?
Vi un niño recién nacido con lobos salvajes
a su alrededor;
Vi una carretera de oro sin nadie
en ella
Vi una rama negra con sangre
que seguía cayendo
Vi un cuarto lleno de hombres
con martillos ensangrentados
Vi una blanca escala toda cubierta
de agua
Vi diez mil conversadores con las lenguas
todas rotas
Vi revólveres y espadas filosas en las manos
de pequeñuelos
Y es una fuerte, fuerte, fuerte, fuerte,
Y es una fuerte lluvia la que va a caer
Bob Dylan
Como cuadros
vivos entre la percepción y la imaginación, las imágenes nos recorren todo el
tiempo. Las imágenes hechas con palabras tienen infinitas posibilidades de ser.
En la fotografía todos vemos el mismo árbol verde. En la frase el árbol verde y
tenebroso todos estamos viendo ese árbol creado a la forma de la mente de cada
uno.
Termino con
este poema de Federico García Lorca y su versión musicalizada, imágenes que
cantan:
En Viena hay diez muchachas,
un hombro donde solloza la muerte
y un bosque de palomas disecadas.
Hay un fragmento de la mañana
en el museo de la escarcha.
Hay un salón con mil ventanas.
¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este vals con la boca cerrada.
Este vals, este vals, este vals,
de sí, de muerte y de coñac
que moja su cola en el mar.
Te quiero, te quiero, te quiero,
con la butaca y el libro muerto,
por el melancólico pasillo,
en el oscuro desván del lirio,
en nuestra cama de la luna
y en la danza que sueña la tortuga.
¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este vals de quebrada cintura.
En Viena hay cuatro espejos
donde juegan tu boca y los ecos.
Hay una muerte para piano
que pinta de azul a los muchachos.
Hay mendigos por los tejados.
Hay frescas guirnaldas de llanto.
¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este vals que se muere en mis brazos.
Porque te quiero, te quiero, amor mío,
en el desván donde juegan los niños,
soñando viejas luces de Hungría
por los rumores de la tarde tibia,
viendo ovejas y lirios de nieve
por el silencio oscuro de tu frente.
¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este vals del "Te quiero siempre".
En Viena bailaré contigo
con un disfraz que tenga
cabeza de río.
¡Mira qué orilla tengo de jacintos!
Dejaré mi boca entre tus piernas,
mi alma en fotografías y azucenas,
y en las ondas oscuras de tu andar
quiero, amor mío, amor mío, dejar,
violín y sepulcro, las cintas del vals.
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